Caen hojas prendidas fuego

por Emmanuel Lorenzo


Era un árbol escuálido como ningún otro del casco exterior de ese pueblo santafesino que hacía frontera con Buenos Aires. Se trepaban durante los domingos de enero: se desnudaban el pecho de las camisetas y disimulaban sus costillares entre las ramas. Llevaban toda clase de nombres, desde Juan Ignacio y Ernesto hasta Javier y Ricardo. Pero todos impropios. En esos días todavía se acostumbraba a que el hijo mayor heredara el nombre de su padre tras su muerte. Especialmente si al ataúd se lo había tenido que llenar con tierra.

  Yo los observaba desde otra realidad, sentado con la pierna ridículamente tiesa hacia adelante y un libro de viajes entre las manos. Trepar un árbol con una rodilla inmovilizada no es sencillo; leer sobre viajes que uno nunca hará, tampoco. La impotencia terminó siendo con los años un factor en común.

  Era admirable verlos alcanzar la rama mayor, alentarse entre sí y socorrerse, como si la hazaña los hermanara. Los torsos desnudos relucían brillantes entre el espejo de sudor y los nervios, ocultando con frescura el miedo a la altura. Un grupo de ángeles flacos trepando hacia no sé qué destino de cielo. 

  Sospecho que había algo de santidad en su capacidad para reponerse. Usaban un antídoto opuesto al de nuestras mamás: si no nombraban a la muerte, si no le concedían la palabra a lo que había sucedido, entonces puede que ya no existiera. Nada revertiría los hechos ni ocuparía los lugares vacíos en la cabecera de la mesa a la hora de cenar, pero esa cofradía sobre los hilos quebradizos del árbol los mantenía a salvo.

El oficio de no nombrar se convirtió en una profecía de supervivencia: una forma de abordar ese mundo partido que nos obligaba a sostenernos en puntas de pie para no despertar a los muertos. Hasta que se nos hizo costumbre jugar al olvido. Nos convencimos de que no bastaba con cerrar los ojos, fingirnos sordos o cambiar el tema de conversación. Al olvido también había que ensayarlo. Y nos interrogábamos unos a otros sobre los rasgos de nuestros padres, sus pasatiempos o cuándo fue la última vez que nos habían montado sobre sus piernas para contarnos una historia o limpiarnos las lágrimas de la cara luego de alguna caída de nuestras primeras bicicletas. Incluso habíamos inventado un método de asignación y recuento de puntos, algo confuso y relativo pero eficiente: cuanto más olvidabas, más puntos se te adjudicaban. Creí notar en la mirada de Ricardo un rubor de duda cuando nos aseguró que ya no lo reconocería si lo viera caminando en el muelle donde trabajaba y una constricción en la respiración de Ernesto cuando dijo con orgullo que de su padre sólo conservaba el nombre. Sin embargo, ninguno desmentía al otro. Sabíamos que la competencia no era contra nosotros. 

Luego pasó lo de mi pierna. Las semanas recluido en casa, día tras día inmerso en el panteón en que mi mamá había transformado la sala: retratos familiares, flores que cambiaba cada semana, velas encendidas religiosamente y el uniforme con sus condecoraciones cosidas sobre el pecho. Es curioso cuánto se parece un uniforme vacío a un disfraz. Ella lo mantenía de pie gracias a un juego de broches que sujetaba a una plancha de madera que había recogido en la calle. Creo que temía que se fugara a mitad de la noche; quizás lo hubieran encontrado flotando en el Paraná, espalda arriba, a la mañana siguiente.   Los uniformes no olvidan, no corren esa suerte. Tampoco yo. No trepar a ese árbol me excluyó de las rondas de la desmemoria. Tuve que cargar el lastre de mi nombre, como también soportar el peso de la sonrisa de mi padre y repetir entre sueños la tarde en que me enseñó a clasificar las llaves y a distinguir los tipos de motores. 

  A los otros los observaba con envidia. Un lisiado con memoria que veía cómo ellos recuperaban su inocencia. Contaban hasta tres. Se turnaban para encogerse, chasqueaban los labios, doblaban las rodillas, entrecerraban los ojos lívidos y se tomaban de la mano. Contenían la respiración y fruncían el ceño arrugando las cejas hacia la nariz, desafiando la irremediable gravedad del pasado, que todo atrae hacia su núcleo de presente. 

  -Uno.

  -Dos.

  -Tres. 

  Y se dejaban caer sin más desde lo alto del árbol. Se precipitaban al vacío como rezagadas estrellas heridas o una aislada garúa de hojas prendidas fuego.


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