Cuando el mundo queda chico

por Santiago Astegiano

foto por Runa 59


Las ramas crujían en la suela de mi zapatilla mientras unos centímetros más abajo, la tierra daba hogar a millares de seres diminutos, invisibles. El sendero bordeaba un río casi seco desde una pequeña altura, mientras que aleatoriamente iban cruzando el camino arbustos y árboles. El aire entraba y viajaba hasta las profundidades de mis pulmones, donde el aire de la ciudad no se anima a entrar. Creo que el cerebro tiene ciertas formas de codificar la información del mundo cuando el campo visual está lleno de verde, como si se activara el recuerdo de que somos seres de la naturaleza; como si el instinto evidenciara que dormir entre asfaltos y humos fuera un dulce error de algún destino confuso.

Nuestros pasos seguían avanzando por el camino, mientras en el cielo se desgarraban algunas nubes. El sendero dio un giro que cambió los arbustos inmediatos por una montaña enorme que brillaba con matices de rojo y naranja; con el marrón de la roca y el verde de los arbustos, que como vellos vitales cuidaban el cerro. Nos detuvimos un momento para contemplar (esa otra forma de amar) y unas rocas que custodiaban el sendero oficiaron de asientos para nuestros pasos cansados. La pequeña quebrada nos regalaba esa imagen que cubría con un hálito de luz nuestros ojos que comenzaban a llorar. Tal era el concierto que nos estaba brindando esa postal. Lloré aún más cuando pensé que esas montañas estaban ahí, regalando su cuerpo, hace millones de años, y que por qué no, ese instante de emoción justificaba el sufrimiento de la roca levantándose brutalmente de la tierra para ganar los cielos hace ya tanto tiempo. El río se escuchaba como un susurro continuo, los pájaros rumiaban melodías, el viento llevaba y traía sonidos, las lágrimas que volaban hacia el suelo regaban la tierra con mi alma.

Retomamos el paso, andando más con el alma que con los pies, que ya no se sentían después de tantos minutos caminando, y seguimos río arriba por el sendero. A los pocos pasos nuevamente nos detuvimos. Esta vez por un cóndor que nos acompañaba desde el cielo; se escondía detrás de la montaña y volvía a aparecer con sus alas extendidas mientras con paciencia esperaba que su hábitat le concediera el alimento del día. La sombra del ave viajaba como una mancha negra desterrada de las alturas a gran velocidad por el río y la montaña hasta que volvía a desaparecer en un juego bíblico de nacimiento y muerte, de resurrección y armonía. Así estuvo algunos minutos, hasta que decidió que otros vientos iban a darle lo que buscaba, y se perdió en el horizonte.

Caminamos algunos metros más río arriba, y llegamos a una especie de explanada cubierta por un pasto suave. Después de una votación unánime, decidimos sentarnos a tomar unos mates ahí. La espalda en el pasto y los ojos en el cielo, aunque en esa visión también estaba la milenaria montaña que emanaba hacia nosotros su irrefutable energía. Las manos en el mate, la boca en la bombilla. Esa inexplicable sensación de ser Argentino en otro país, de estar a miles de kilómetros de casa y tomar un mate caliente, de escuchar Spinetta o un Tango, de recordar que somos de donde somos. El atardecer era inminente, y si bien el sol iba a abandonarnos en pocos minutos, lo iba a hacer detrás de la montaña, con timidez inusual, como si supiera que su aparente ausencia embellecía el aire y el paisaje. Todo el aire estaba ahora cargado por la presencia del ocaso, que se metía en cada partícula de aire, en las montañas, los arbustos, en nuestros cuerpos.

Escuchamos unos pasos que se acercaban a nuestras espaldas y giramos para comprobar que era un viejo campesino que se acercaba con una sonrisa hacia nuestro picnic. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para saludarlo, le ofrecimos nuestro respeto y lo invitamos a sentarse, accediendo sin pronunciar palabra alguna. A los pocos segundos pudimos comprobar que no hablaba español, sino que se expresaba con palabras cortas, y con una pronunciada musicalidad. Esas palabras, su acento, su modo de hablar, nunca había escuchado un idioma que pareciera fundirse así con el entorno. Su voz era la voz de los arbustos, de la montaña, de las nubes, su voz era la voz del cóndor. A los pocos minutos llegamos a la conclusión de que estaba hablando Aymara, y pudimos entender que había nacido a metros de allí y que nunca se había movido de ese lugar. Qué es la felicidad si no la certeza de existir en el presente, pensé, y comprobé con mis ojos y con mi alma que ese tipo era feliz. No perseguía un futuro impredecible ni recordaba un pasado fugaz, la montaña y el río eran la medida de su tiempo. Tal vez el tiempo de cosecha era la única medida cercana al futuro que comprendía, pero a la vez no la ansiaba, simplemente sabía que iba a llegar, entonces no pensaba en ella. Le ofrecimos mate y galletitas, y puso la típica cara de quién toma mate por primera vez, una mezcla entre asco y rareza, menos por el sabor que por lo desconocido. Tal es así que tomó varios mates más antes de despedirnos, y decidir volver antes que la noche haga de la oscuridad nuestro campo de visión. Volvimos callados las dos horas de regreso. Cuando llegamos al hostel, comimos en silencio y nos dormimos temprano. Sorata nos había dejado sin palabras, pero con el corazón latiendo más que nunca.


Si te gustó esta crónica, creemos que te pueden interesar estos otros textos:

Deja un comentario