Los ojos del mundo: entre lo que Dios dice y lo que Dios crea.

por Santiago Astegiano

imagen de Sean Swiger


La historia fue desfilando por el tiempo como un cometa por el espacio. Los humanos más curiosos, bucearon en sus profundidades, encontrando causas y motivos para explicar el presente. Se crearon teorías, se han hallado pruebas que, según la tecnología con la que se contrastaron, revelan verdades históricas. Se han invertido incalculables recursos en rastrear el movimiento de ese cometa incansable que es la historia. 

Es prudente aclarar que esta curiosidad mental por indagar el pasado, por entender el presente, por inferir el futuro, es poco alimento para las almas de algunas personas. Cada cultura tuvo estos representantes que, ávidos de descubrimiento y transformación, encontraron leyes, consejos, conocimiento universal proveniente de los mismísimos dioses. 

Se han escrito libros enteros sobre cómo vivir en la Tierra, de qué manera actuar, de qué manera ser digno del paraíso prometido. Se han creado edificios gigantes y se han destinado numerosas horas de vida en reuniones que buscaban encontrar en esos libros el mensaje incógnito de lo supremo. Se ha matado, violado, quemado, en nombre de aquellos mensajes.

Ahora bien, el ser humano ha intentado entender a Dios (y entender a Dios no es otra cosa que entenderse a sí mismo como creación) a través de los libros sagrados y los expertos (sacerdotes, místicos, rabinos) encargados de transmitir al pueblo la información divina estudiada copiosamente en aquellos códices religiosos. Porque a fin de cuentas, en palabras de Jorge Luis Borges, “los humanos siempre creemos en Dios más por autocompasión que por otra cosa”.

¿Por qué no intentar entender a Dios a través de su creación, a través de sus criaturas? 

¿Por qué esa tendencia neurótica de contemplar lo supremo, lo inefable, a través de palabras humanas, abarcables?

Edgar Allan Poe alertó sobre esta tendencia absurda y protesta fervorosamente cuando dice: “Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?”

En este sentido, sería más propicio para aquellas personas interesadas en el saber espiritual, aquellas personas conectadas con su religiosidad (que según Carl Jung es una condición inherente al humano, mientras que la religión es la institucionalización de esa característica), tratar de entender a Dios mediante el mundo y no mediante las poco fiables letras sagradas. De esta manera no habría morales ni dogmas, el mundo entero sería al fín reclamado por la verdad y todas las cosas del orbe adquirirían su sentido divino. La moral dura y contagiosa de las religiones quedaría relegada por la comprensión de un Todo con Sentido. 

La oscuridad no sería repudiada y desecha hacia los confines del inconsciente; su sentido divino la haría provechosa. La ética le ganaría la pulseada a la religión.
La ética es interoceptiva, y esto garantiza una verdad primaria. La religión viene de afuera e ingresa por la mente, coordina sin argumento sustancial propósitos, leyes, derechos y obligaciones, como un Estado. 

En síntesis, todas las cosas del mundo tienen un significado único, ontológico, al servicio del progreso humano. Desde las energías planetarias hasta los vínculos más insignificantes, pasando por las peores atrocidades y los momentos más negros de nuestra historia. Macrocosmos y microcosmos al servicio de la evolución.

El ojo que ve el mundo, tiene que volver a ser afinado como una cuerda vieja. Sólo así empezaremos a comprender el universo a través de sus criaturas, y no a través de lo que sus criaturas dicen acerca de sí.


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